Eduardo A. Sambrizzi
Vicepresidente de la Corporación de Abogados Católicos
Con independencia de la disposición establecida en el artículo 172 del Código Civil, que impide el matrimonio entre personas del mismo sexo, una pretensión contraria tipificaría un supuesto de matrimonio inexistente, por carecer de un requisito de orden natural absolutamente indispensable para satisfacer la concepción del matrimonio.
El matrimonio es una institución del orden natural, que existe grabada en la mente y en el corazón de los hombres, o sea que es propia de la naturaleza humana. Es ésta, en razón de la calidad sexuada del hombre, la que lo impulsa a un consorcio para toda la vida, destinado a lograr el bien de los esposos y a la generación y educación de la prole, lo que hace a la mejor perpetuación de la especie.
La sexualidad está encauzada a la fecundación, y la diferenciación sexual, a la complementariedad. Ella se encuentra orientada al servicio de la comunicación interpersonal y, de esa manera, a la perfección de los integrantes de la pareja.
La propia naturaleza impele a que se establezca una cierta sociedad entre el varón y la mujer, y en eso consiste el matrimonio. Existe, pues, una abismal diferencia entre el matrimonio y la unión de dos personas del mismo sexo, ya que en este caso queda excluida la generación en forma natural. Y si la potencialidad de generar es inseparable de la concepción de familia, ello excluye del concepto a la pareja homosexual. La diversidad de sexos es un carácter distintivo del matrimonio.
De allí que las garantías legales ofrecidas por el matrimonio no pueden aplicarse a las uniones entre personas del mismo sexo sin crear una falsa visión de la naturaleza del matrimonio, que el Estado debe privilegiar, porque tiende a continuar con la especie.
Son numerosas las legislaciones que establecen que el matrimonio debe ser entre un varón y una mujer, y si algunas no han incorporado este concepto en forma explícita es simplemente porque lo han considerado innecesario, dada su obviedad.
Afirmar que la unión de dos personas del mismo sexo puede ser considerada un matrimonio es relativizar la noción de esa institución. Resulta innegable el daño a los hijos que la pareja homosexual pudiera tener, ya sea por procreación asistida o por medio de la adopción. Esos niños sufrirían una privación, al no poder contar con las figuras del padre y de la madre, capaces de representar la polaridad sexual conyugal. Esto es fundamental para la neta identificación sexual de la persona.
Se ha sostenido que permitir el matrimonio entre personas de igual sexo supone introducir un peligroso factor de disolución de la institución matrimonial y, con ella, del justo orden social, ya que los significados unitivo y procreativo de la sexualidad humana se fundamentan en la realidad antropológica de la diferencia sexual y de la vocación al amor que nace de ella, abierta a la fecundidad.
Resulta claro que la negativa a que dos personas del mismo sexo contraigan matrimonio no constituye un acto discriminatorio, en el sentido peyorativo que se le da a esta palabra. Discriminar es separar, distinguir, diferenciar una cosa de otra. Es tratar en forma distinta dos situaciones que no son iguales y cuyas diferencias son relevantes, lo cual no puede tildarse de arbitrario. A nadie se le ocurriría condenar por discriminatoria, por ejemplo, la disposición que fija una edad mínima para contraer matrimonio, o para vender bebidas alcohólicas a los jóvenes, o a la que no permite casarse a dos hermanos entre sí, pues en ello existen razones que la generalidad de la gente considera aceptables como para hacer una distinción al respecto.
Quizá no esté de más recordar que, contra lo que algunos erróneamente proclaman, la discriminación no es cuestionable en sí misma, sino cuando se tratan en forma desigual dos situaciones iguales. La ley 23.592 no sanciona toda discriminación, sino únicamente aquella que, en forma arbitraria, "impida, obstruya, restrinja o de algún modo menoscabe el pleno ejercicio sobre bases igualitarias de los derechos y garantías fundamentales reconocidos en la Constitución nacional".
Resultaría, por lo tanto, errado calificar de injusta discriminación el hecho de admitirse la celebración del matrimonio entre dos personas de igual sexo, pues en tal caso la discriminación tiene fundamento y se justifica, dada la esencial disparidad existente entre ese supuesto y el de la pareja heterosexual, que hace que aquélla no deba tener el derecho que sí tiene, en cambio, la heterosexual, de poder celebrar el matrimonio entre quienes la integran.
Por otra parte, tampoco podría afirmarse con la finalidad de cuestionar la negativa al matrimonio entre personas de igual sexo que una prohibición en tal sentido violaría la garantía de igualdad ante la ley, ya que no se puede afirmar que sean iguales las circunstancias de las parejas heterosexuales unidas en matrimonio, uno de cuyos fines naturales es la procreación, y las de quienes, por ser del mismo sexo, no pueden procrear. Sí, en cambio, sería injusto tratar como iguales relaciones que son desiguales, y que no tienen ni pueden tener el mismo significado social.
Una cosa es respetar las diferencias, lo que sin duda está bien, y otra muy distinta favorecer legislativamente determinadas inclinaciones que nada aportan al bien común. Otorgarles a dos personas del mismo sexo el derecho a contraer enlace constituye un contrasentido básico.
Señalo, por último, que de distintos tratados y convenciones internacionales enumerados en el artículo 75 inciso 22 de la Constitución nacional resulta que el matrimonio debe ser contraído entre un hombre y una mujer. Y si bien al emplear esos documentos afirmaciones tales como la del derecho del hombre y la mujer a contraer matrimonio no especifican que esa fórmula significa casarse entre sí, parece claro que no están sino imaginando el casamiento de un varón con una mujer, y no de dos personas de igual sexo.
La Nación, 30-11-09
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