Ecclesia, 15-2-14
La propuesta de ley
para extender incluso a los menores a punto de morir la posibilidad de pedir la
eutanasia, adoptada a finales de noviembre pasado por las comisiones reunidas
para los Asuntos sociales y la justicia del Senado Belga, fue definitivamente aprobada
el 13 de febrero con 86 votos a favor, 44 en contra y 12 abstenciones. Bélgica
es por lo tanto, el primer país en el mundo en legalizar sin límite de edad la
eutanasia para los niños, yendo incluso más allá del límite de los doce años en
vigor en Holanda.
¿Puede verdaderamente
un niño pedir ser asesinado? ¿Quién decidirá otorgarle el “derecho de morir”?
La ley prevé que dicha tarea corresponde a un psicólogo, a un médico y a los
padres. Un psicólogo decidirá si el niño posee o no la capacidad de entender y
de querer. ¿Será posible, entonces, determinar con un coloquio psicológico que
un niño gravemente enfermo pida de manera lúcida una inyección letal? ¿Es,
incluso, sólo imaginable que una semejante valoración sea científica, humana y
racionalmente aceptable? Un médico certificará si existen «sufrimientos físicos
insoportables y que no se pueden lenificar» causados por un accidente o
enfermedad.
La medicina
paliativa, ya en grado de controlar casi la totalidad de los síntomas físicos,
enseña que en presencia de un síntoma «que no se puede lenificar», utilizando
los fármacos comunes que no alteran el nivel de consciencia, es posible de
todos modos recurrir a la sedación paliativa, es decir, dormir profundamente al
paciente y cancelar la percepción del sufrimiento.
Los padres deberán dar su
consentimiento a la inyección letal.
Si resulta difícil
aceptar que un psicólogo en vez de escuchar y consolar al pequeño paciente dé
un juicio para autorizar la eutanasia y un médico antes que recurrir a todos
los medios que la medicina moderna ofrece para lenificar el sufrimiento humano
se limita a certificar la existencia de síntomas “insoportables”,
definitivamente parece increíble confiar a los padres el cargo de consentir la
muerte del propio hijo, un acto, como ya recordaban los responsables religiosos
belgas en noviembre pasado, que «no solamente mata sino que destruye un poco a
la vez los vínculos que existen en nuestra sociedad».
Es tal vez éste el
aspecto más inquietante de la decisión tomada en Bélgica, el más grave paso en
falso cometido en una senda que está llegando a ser cada vez más empinada y
resbaladiza. Consentir la muerte del propio hijo pone en riesgo de echar por
tierra desde dentro uno de los vínculos más fuertes de la familia humana.
Algunos pediatras belgas buscaron en los días pasados pedir al presidente de la Cámara aplazar la votación;
algunos parlamentarios, sobre todo cristiano-democráticos, se opusieron hasta
el final y los representantes de todas las religiones, ninguna excluida, intentaron
repetidamente hacer un llamamiento al sentido de responsabilidad y de humanidad
de los representantes políticos.
Lo que estaba en
curso desde hacía tiempo, sin embargo, no fue detenido: en vez de permanecer
junto a los padres desesperados y a los niños que sufren, la política en
Bélgica decidió para ambos la vía corta. Sin embargo, está la convicción de que
nada de cuanto se hizo para oponerse a una ley de este tipo haya sido en vano.
Los acontecimientos humanos nos recuerdan los efectos que aparentemente voces
débiles han tenido en despertar las conciencias en tiempos de obscuridad, la
historia sagrada nos enseña que instrumentos frágiles y casi insignificantes
han anunciado el alba de tiempos nuevos. Ayer los enfermos adultos a punto de
morir, hoy los niños, tal vez mañana los enfermos de Alzheimer o de otras
enfermedades neurodegenerativas: piedras de escándalo que siempre quedarán
sobre el camino de quien quisiera saltarlas sin tropiezo, miradas de vida que
no se pueden evitar por ley.
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