martes, 19 de mayo de 2009

Síntesis doctrinaria

ABORTO

Evangelium vitae, Juan Pablo II, 1995

53. « La vida humana es sagrada porque desde su inicio comporta "la acción creadora de Dios" y permanece siempre en una especial relación con el Creador, su único fin. Sólo Dios es Señor de la vida desde su comienzo hasta su término: nadie, en ninguna circunstancia, puede atribuirse el derecho de matar de modo directo a un ser humano inocente ». Con estas palabras la Instrucción Donum vitae expone el contenido central de la revelación de Dios sobre el carácter sagrado e inviolable de la vida humana. (...)

54. Explícitamente, el precepto « no matarás » tiene un fuerte contenido negativo: indica el límite que nunca puede ser transgredido. Implícitamente, sin embargo, conduce a una actitud positiva de respeto absoluto por la vida, ayudando a promoverla y a progresar por el camino del amor que se da, acoge y sirve. (...)Desde sus inicios, la Tradición viva de la Iglesia —como atestigua la Didaché, el más antiguo escrito cristiano no bíblico— repite de forma categórica el mandamiento « no matarás »: « Dos caminos hay, uno de la vida y otro de la muerte; pero grande es la diferencia que hay entre estos caminos... Segundo mandamiento de la doctrina: No matarás... no matarás al hijo en el seno de su madre, ni quitarás la vida al recién nacido...”. (...) « Mi embrión tus ojos lo veían » (Sal 139 138, 16): el delito abominable del aborto

58. Entre todos los delitos que el hombre puede cometer contra la vida, el aborto procurado presenta características que lo hacen particularmente grave e ignominioso. El Concilio Vaticano II lo define, junto con el infanticidio, como « crímenes nefandos ».Hoy, sin embargo, la percepción de su gravedad se ha ido debilitando progresivamente en la conciencia de muchos. La aceptación del aborto en la mentalidad, en las costumbres y en la misma ley es señal evidente de una peligrosísima crisis del sentido moral, que es cada vez más incapaz de distinguir entre el bien y el mal, incluso cuando está en juego el derecho fundamental a la vida. Ante una situación tan grave, se requiere más que nunca el valor de mirar de frente a la verdad y de llamar a las cosas por su nombre, sin ceder a compromisos de conveniencia o a la tentación de autoengaño. A este propósito resuena categórico el reproche del Profeta: « ¡Ay, los que llaman al mal bien, y al bien mal!; que dan oscuridad por luz, y luz por oscuridad » (Is 5, 20).

Precisamente en el caso del aborto se percibe la difusión de una terminología ambigua, como la de « interrupción del embarazo », que tiende a ocultar su verdadera naturaleza y a atenuar su gravedad en la opinión pública. Quizás este mismo fenómeno lingüístico sea síntoma de un malestar de las conciencias. Pero ninguna palabra puede cambiar la realidad de las cosas: el aborto procurado es la eliminación deliberada y directa, como quiera que se realice, de un ser humano en la fase inicial de su existencia, que va de la concepción al nacimiento.La gravedad moral del aborto procurado se manifiesta en toda su verdad si se reconoce que se trata de un homicidio y, en particular, si se consideran las circunstancias específicas que lo cualifican. Quien se elimina es un ser humano que comienza a vivir, es decir, lo más inocente en absoluto que se pueda imaginar: ¡jamás podrá ser considerado un agresor, y menos aún un agresor injusto! Es débil, inerme, hasta el punto de estar privado incluso de aquella mínima forma de defensa que constituye la fuerza implorante de los gemidos y del llanto del recién nacido. Se halla totalmente confiado a la protección y al cuidado de la mujer que lo lleva en su seno. Sin embargo, a veces, es precisamente ella, la madre, quien decide y pide su eliminación, e incluso la procura.

Es cierto que en muchas ocasiones la opción del aborto tiene para la madre un carácter dramático y doloroso, en cuanto que la decisión de deshacerse del fruto de la concepción no se toma por razones puramente egoístas o de conveniencia, sino porque se quisieran preservar algunos bienes importantes, como la propia salud o un nivel de vida digno para los demás miembros de la familia. A veces se temen para el que ha de nacer tales condiciones de existencia que hacen pensar que para él lo mejor sería no nacer. Sin embargo, estas y otras razones semejantes, aun siendo graves y dramáticas, jamás pueden justificar la eliminación deliberada de un ser humano inocente.

59. En la decisión sobre la muerte del niño aún no nacido, además de la madre, intervienen con frecuencia otras personas. Ante todo, puede ser culpable el padre del niño, no sólo cuando induce expresamente a la mujer al aborto, sino también cuando favorece de modo indirecto esta decisión suya al dejarla sola ante los problemas del embarazo: de esta forma se hiere mortalmente a la familia y se profana su naturaleza de comunidad de amor y su vocación de ser « santuario de la vida ». No se pueden olvidar las presiones que a veces provienen de un contexto más amplio de familiares y amigos. No raramente la mujer está sometida a presiones tan fuertes que se siente psicológicamente obligada a ceder al aborto: no hay duda de que en este caso la responsabilidad moral afecta particularmente a quienes directa o indirectamente la han forzado a abortar. También son responsables los médicos y el personal sanitario cuando ponen al servicio de la muerte la competencia adquirida para promover la vida.Pero la responsabilidad implica también a los legisladores que han promovido y aprobado leyes que amparan el aborto y, en la medida en que haya dependido de ellos, los administradores de las estructuras sanitarias utilizadas para practicar abortos.

Una responsabilidad general no menos grave afecta tanto a los que han favorecido la difusión de una mentalidad de permisivismo sexual y de menosprecio de la maternidad, como a quienes debieron haber asegurado —y no lo han hecho— políticas familiares y sociales válidas en apoyo de las familias, especialmente de las numerosas o con particulares dificultades económicas y educativas. Finalmente, no se puede minimizar el entramado de complicidades que llega a abarcar incluso a instituciones internacionales, fundaciones y asociaciones que luchan sistemáticamente por la legalización y la difusión del aborto en el mundo. En este sentido, el aborto va más allá de la responsabilidad de las personas concretas y del daño que se les provoca, asumiendo una dimensión fuertemente social: es una herida gravísima causada a la sociedad y a su cultura por quienes deberían ser sus constructores y defensores. Como he escrito en mi Carta a las Familias, « nos encontramos ante una enorme amenaza contra la vida: no sólo la de cada individuo, sino también la de toda la civilización ». Estamos ante lo que puede definirse como una « estructura de pecado » contra la vida humana aún no nacida.

60. Algunos intentan justificar el aborto sosteniendo que el fruto de la concepción, al menos hasta un cierto número de días, no puede ser todavía considerado una vida humana personal. En realidad, « desde el momento en que el óvulo es fecundado, se inaugura una nueva vida que no es la del padre ni la de la madre, sino la de un nuevo ser humano que se desarrolla por sí mismo. Jamás llegará a ser humano si no lo ha sido desde entonces. A esta evidencia de siempre... la genética moderna otorga una preciosa confirmación. Muestra que desde el primer instante se encuentra fijado el programa de lo que será ese viviente: una persona, un individuo con sus características ya bien determinadas.

Con la fecundación inicia la aventura de una vida humana, cuyas principales capacidades requieren un tiempo para desarrollarse y poder actuar ». Aunque la presencia de un alma espiritual no puede deducirse de la observación de ningún dato experimental, las mismas conclusiones de la ciencia sobre el embrión humano ofrecen « una indicación preciosa para discernir racionalmente una presencia personal desde este primer surgir de la vida humana: ¿cómo un individuo humano podría no ser persona humana? ».Por lo demás, está en juego algo tan importante que, desde el punto de vista de la obligación moral, bastaría la sola probabilidad de encontrarse ante una persona para justificar la más rotunda prohibición de cualquier intervención destinada a eliminar un embrión humano. Precisamente por esto, más allá de los debates científicos y de las mismas afirmaciones filosóficas en las que el Magisterio no se ha comprometido expresamente, la Iglesia siempre ha enseñado, y sigue enseñando, que al fruto de la generación humana, desde el primer momento de su existencia, se ha de garantizar el respeto incondicional que moralmente se le debe al ser humano en su totalidad y unidad corporal y espiritual: « El ser humano debe ser respetado y tratado como persona desde el instante de su concepción y, por eso, a partir de ese mismo momento se le deben reconocer los derechos de la persona, principalmente el derecho inviolable de todo ser humano inocente a la vida ».

62. El Magisterio pontificio más reciente ha reafirmado con gran vigor esta doctrina común. (...) También la nueva legislación canónica se sitúa en esta dirección cuando sanciona que « quien procura el aborto, si éste se produce, incurre en excomunión latae sententiae », es decir, automática. La excomunión afecta a todos los que cometen este delito conociendo la pena, incluidos también aquellos cómplices sin cuya cooperación el delito no se hubiera producido ...Ninguna circunstancia, ninguna finalidad, ninguna ley del mundo podrá jamás hacer lícito un acto que es intrínsecamente ilícito, por ser contrario a la Ley de Dios, escrita en el corazón de cada hombre, reconocible por la misma razón, y proclamada por la Iglesia.
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ANTICONCEPCIÓN

Evangelium vitae, Juan Pablo II, 1995

13. Para facilitar la difusión del aborto, se han invertido y se siguen invirtiendo ingentes sumas destinadas a la obtención de productos farmacéuticos, que hacen posible la muerte del feto en el seno materno, sin necesidad de recurrir a la ayuda del médico. La misma investigación científica sobre este punto parece preocupada casi exclusivamente por obtener productos cada vez más simples y eficaces contra la vida y, al mismo tiempo, capaces de sustraer el aborto a toda forma de control y responsabilidad social. Se afirma con frecuencia que la anticoncepción, segura y asequible a todos, es el remedio más eficaz contra el aborto. Se acusa además a la Iglesia católica de favorecer de hecho el aborto al continuar obstinadamente enseñando la ilicitud moral de la anticoncepción. La objeción, mirándolo bien, se revela en realidad falaz. En efecto, puede ser que muchos recurran a los anticonceptivos incluso para evitar después la tentación del aborto.
Pero los contravalores inherentes a la « mentalidad anticonceptiva » —bien diversa del ejercicio responsable de la paternidad y maternidad, respetando el significado pleno del acto conyugal— son tales que hacen precisamente más fuerte esta tentación, ante la eventual concepción de una vida no deseada. De hecho, la cultura abortista está particularmente desarrollada justo en los ambientes que rechazan la enseñanza de la Iglesia sobre la anticoncepción.
Es cierto que anticoncepción y aborto, desde el punto de vista moral, son males específicamente distintos: la primera contradice la verdad plena del acto sexual como expresión propia del amor conyugal, el segundo destruye la vida de un ser humano; la anticoncepción se opone a la virtud de la castidad matrimonial, el aborto se opone a la virtud de la justicia y viola directamente el precepto divino « no matarás ».
A pesar de su diversa naturaleza y peso moral, muy a menudo están íntimamente relacionados, como frutos de una misma planta. Es cierto que no faltan casos en los que se llega a la anticoncepción y al mismo aborto bajo la presión de múltiples dificultades existenciales, que sin embargo nunca pueden eximir del esfuerzo por observar plenamente la Ley de Dios. Pero en muchísimos otros casos estas prácticas tienen sus raíces en una mentalidad hedonista e irresponsable respecto a la sexualidad y presuponen un concepto egoísta de libertad que ve en la procreación un obstáculo al desarrollo de la propia personalidad. Así, la vida que podría brotar del encuentro sexual se convierte en enemigo a evitar absolutamente, y el aborto en la única respuesta posible frente a una anticoncepción frustrada.
Lamentablemente la estrecha conexión que, como mentalidad, existe entre la práctica de la anticoncepción y la del aborto se manifiesta cada vez más y lo demuestra de modo alarmante también la preparación de productos químicos, dispositivos intrauterinos y « vacunas » que, distribuidos con la misma facilidad que los anticonceptivos, actúan en realidad como abortivos en las primerísimas fases de desarrollo de la vida del nuevo ser humano.
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DROGADICCIÓN
Simposium Eclesial sobre la Droga

Ciudad del Vaticano - 9, 10, 11 Octubre 1997

S. Em. Cardenal ANGELO SODANO Secretario de Estado, Santa Sede

¡Venerados hermanos en el Episcopado y en el Sacerdocio; ilustres señores, amables señoras!

Con vivo placer tomo la palabra en este Simposio que, por iniciativa del Pontificio Consejo para la Pastoral de los Agentes Sanitarios, nos muestra una vez más que la Santa Sede está en primera línea en un tema como el de la droga, que constituye uno de los problemas más graves de la sociedad contemporánea por el número de víctimas que provoca, por las familias que arroja en la angustia, por los jóvenes que destroza mientras se asoman a la vida. Al dirigir un caluroso saludo a todos los presentes, expreso mi aprecio a los promotres del Encuentro, que afronta un tema de importante incidencia a nivel personal y social. En efecto, el fenómeno de la droga es la expresión de una criminalidad que se impone al mercado y a la sociedad con una prepotencia inaudita y lucra inmensas y deshonestas ganancias y, al mismo tiempo, es síntoma de un gran malestar que afecta a la cultura y a la ética especialmente de las sociedades más adelantadas desde el punto de vista económico. Por estas múltiples implicaciones, el tema de la droga va mucho más allá de los confines de un problema sanitario y, de cualquier manera, de una problemática sectorial.

Este tema abraza aspectos fundamentales de la existencia, plantea interrogantes ineludibles acerca del sentido de la vida, sobre la ética personal y comunitaria y sobre las profundas razones de la convivencia civil. Por esta razón es amplia la rosa de los temas afrontados en el programa del Encuentro. Se presenta muy rico de aportes especializados, gracias a calificadas personalidades de renombre internacional, lo cual facilita mi tarea introductiva que, ante la expresión del aprecio del Santo Padre por la iniciativa del Pontificio Consejo, podría limitarse a presentar su saludo de estima y de augurio a los relatores y participantes, junto con el deseo de que de estos tres días de reflexión sobresalgan elementos significativos no sólo para una posterior reflexión y una encuesta sobre este grave fenómeno, sino también de una adecuada estrategia para eliminarlo. Sin embargo, me parece útil recordar aquí algunos de los numerosos pronunciamientos dedicados a este tema durante el actual pontificado, poniendo de relieve los aspectos más salientes. Más que informaciones sobre la realidad del fenómeno droga – informaciones que otros ofrecen con competencia específica – de estas líneas magisteriales emergen los criterios para realizar una lectura precisa e iluminadora desde el punto de vista especifícamente eclesial.

El "flagelo de la droga"

La primera cosa que salta a la vista, cuando uno se acerca a los varios pronunciamientos pontificios sobre el tema, es la intensa solicitud que el Santo Padre dedica a la dramaticidad del fenómeno. He aquí los vibrantes términos con los que Juan Pablo II se refería al respecto hace algunos años: "Hoy – decía – el flagelo de la droga arrecia cruelmente y con dimensiones impresionantes, por encima de muchas previsiones. Episodios trágicos denotan que la desconcertante epidemia tiene ramificaciones muy amplias, alimentada por un infame mercado que sobrepasa los confines de las naciones y de los continentes. Las implicaciones venenosas del río subterráneo y sus conexiones con la delincuencia y el hampa son tales y tan numerosas que constituyen uno de los principales factores de la decadencia general" (Enseñanzas de Juan Pablo II, VII, 2, 1984, p. 37).

Detrás de palabras tan duras están los datos que vosotros, ilustres señores, bien conoceis. Es verdad que, en lo que se refiere a las estadísticas, es difícil obtener datos precisos, justamente por la naturaleza clandestina del uso de las drogas. Pero es convicción común y fundada que dicho uso se expande como el aceite. El uso de drogas sintéticas, con respecto a las que derivan de las plantas, tiene la triste ventaja de estar más al alcance de los consumidores, mientras el control se vuelve cada vez más difícil, porque por un lado puede existir una excedencia de producción lícita a la que sigue la diversión y, por el otro, la fabricación ilícita (Cf. United Nations international Drug Control Programme, World Drug Report, Oxford University Press 1997, p. 41). Teniendo en cuenta los datos ofrecidos por el Programa de las Naciones Unidas para el control internacional de drogas, para poder reducir sustancialmente el provecho de los traficantes debería interceptarse por lo menos el 75% del tráfico internacional de droga. Pero este objetivo está lejos de ser logrado y ciertamente es difícil conseguirlo si pensamos que el tráfico de cocaína y de heroína está controlado en gran parte por organizaciones transnacionales, administradas por grupos criminales bien centralizados con la implicación de una amplia gama de personal especializado: de los químicos a los especialistas en las comunicaciones y en el reciclaje del dinero, de los abogados a los policías, etc. (ibid. p. 123).

Como se sabe, en los últimos 20 años las organizaciones de traficantes de droga han extendido sus intereses a otras formas de actividades ilícitas, haciendo aumentar increíblemente las ganancias y por consiguiente el poderío de esta criminalidad sin escrúpulos. Efectos devastadores Pero, más allá de las dimensiones cuantitativas del fenómeno, la voz del Magisterio se ha preocupado en estos años de poner en alerta sobre todo ante los efectos devastadores que la droga produce no sólo en la salud sino en la misma conciencia, así como también en la cultura y en la mentalidad colectiva. En realidad este fenómeno es fruto y causa de una grande degeneración ética y de una creciente desagregación social, que corroen el tejido mismo de la moralidad, de las relaciones interpersonales, de la convivencia civil. En estos años, además, se han revelado cada vez mayores los daños físicos concomitantes y consiguientes: de la hepatitis a la tuberculosis y al SIDA. Es supérfluo recordar el contexto de violencia, de explotación sexual, del comercio de armas, del terrorismo, en el que florece este fenómeno. Y ¿quién no sabe cuan difíciles se vuelven las relaciones familiares? Particular peso recae sobre la mujer, a menudo obligada a la prostitución para mantener al marido que se droga.

Al parecer no son por nada excesivas las expresiones usadas por Juan Pablo II cuando tiempo atrás definió a los traficantes de drogas "mercantes de muerte" (Enseñanzas, XIV, 2, 1991, p. 1250). Una muerte que, si no es siempre la muerte física, es sin embargo una muerte moral, una muerte de la libertad y de la dignidad de la persona. La droga tiende a "esclavizar" a la persona. Lo recordó el Papa en su visita pastoral a Colombia en 1986, cuando se refirió a los narcotraficantes: "Traficantes de la libertad de sus hermanos, que esclavizan con una esclavitud a veces más terrible que la de los esclavos negros. Los mercantes de esclavos impedían a sus víctimas el ejercicio de la libertad. Los narcotraficantes reducen a sus víctimas a la destrucción misma de la personalidad" (Enseñanzas IX, 2, 1986, p. 197). Teniendo en cuenta estos efectos, nos explicamos por qué el juicio moral que la Iglesia da al respecto sea particularmente severo. Surge espontánea la condena a quienes son directamente responsables del fenómeno, con la producción clandestina de drogas y el tráfico de las mismas, como también de quienes son indirectamente cómplices. Pero el Catecismo de la Iglesia Católica recuerda también a los que se drogan o están tentados de hacerlo, que el uso de la droga "con exclusión de los casos de prescripciones estrictamente terapéuticas, constituye una culpa grave" (CEC 2291).

Evidentemente no podemos dar aquí un juicio sobre la responsabilidad subjetiva, ya que muchos, una vez entrados en esta infernal dependencia, se vuelven también – por lo menos en parte – incapaces de la elección radical necesaria para sustraerse a esta penosa esclavitud. Pero el principio moral, recordado sin titubeos, no es sólo una norma, sino también una ayuda ofrecida a la conciencia para que logre vigor y coherencia. La responsabilidad pública Frente a la enormidad del fenómeno y a sus trágicos efectos, no hay duda de que la mayor responsabilidad para afrontarlo y eliminarlo recae en las autoridades públicas. Es un llamado que Juan Pablo II ha recordado muchas veces para que, tanto a nivel nacional como internacional, se dé una respuesta a los desafíos de la droga de manera decidida, adoptando soluciones que desanimen desde el inicio este tráfico infame. Se trata de un tema que, además de ser difícil, es también delicado para aquellas regiones en las que el cultivo ilícito de plantas destinadas a la producción de droga parece ser la única opción ventajosa para los agricultores. Es claro que en estos casos es necesario proveer para ofrecer recursos sustitutivos, "capaces de garantizar a los obreros y a sus familias una situación adecuada a su dignidad como personas e hijos de Dios" (Discurso a los Obispos de la Conferencia Episcopal de Bolivia con ocasión de la visita ad limina, 22 de abril de 1996, L’Osservatore Romano, 22-23 de abril de 1996). Pero este aspecto del problema no quita la responsabilidad a la autoridad pública que debe tomar otras medidas necesarias.

Al respecto, la Iglesia sigue con cierta aprehensión el debate que desde hace tiempo registramos entre los llamados "prohibicionistas" y los "anti-prohibicionistas". En efecto, es conocido que estos últimos cada vez más vivazmente son promotores de la liberalización y la legalización de las drogas – por lo menos de aquellas drogas "suaves" – proponiendo argumentos de diferente naturaleza y usando como palanca el hecho de que la política prohibicionista no sólo no ha resuelto el problema sino que lo habría empeorado. Los prohibicionistas, a su vez, responden que la ausencia de sanciones provocaría problemas incluso más graves de los que ya existen, dando a los jóvenes un indicio equivocado y facilitándoles el primer paso que podría llevarlos luego a las drogas pesadas. De este modo la legalización iría en sentido opuesto a la educación y a la prevención, comportaría mayores riesgos para la salud y mayores costos para la sociedad, no haría desaparecer el mercado negro de narcóticos ni disminuir la violencia y la criminalidad. Uno de los principales riesgos sería también la irreversibilidad de una opción de este tipo y la dificultad de dicha regulación. Frente a este "regulation debate", la posición de la Iglesia ha sido y sigue siendo clara. Ciertamente no se quiere negar que el problema es complejo y que entre los defensores de la tesis anti-prohibicionista están presentes personas que, en buena fe, plantean el problema seria y responsablemente. Pero el riesgo es muy elevado y las razones que llevan a una política diferente resultan ser más convincentes.

En 1984, hablando a las Comunidades terapéuticas, Juan Pablo II dijo al respecto: "La droga es un mal y ante el mal no se consienten renuncias. Las legalizaciones incluso parciales, además de ser por lo menos discutibles con respecto a la índole de la ley, no surten los efectos que habían establecido. Una experiencia bastante común lo confirma. Prevención, represión y rehabilitación: estos son los puntos focales de un programa que, concebido y actuado a la luz de la dignidad del hombre, sostenido por la rectitud de las relaciones entre los pueblos, recibe la confianza y el apoyo de la Iglesia" (Enseñanzas, VII, 2, 1984, p. 349). Recientemente, el Pontificio Consejo para la Familia, en una reflexión pastoral sobre este tema específico, ha exhortado para evitar simplificaciones y generalizaciones y "sobre todo la politicización de una cuestión profundamente humana y ética". Además, en lo que se refiere a la distinción entre drogas "suaves" y "pesadas" ha observado: "Quizás los productos serán diferentes, pero las razones de base siguen siendo las mismas. Es por este motivo que la distinción entre "drogas duras" y "drogas blandas" conduce a un callejón sin salida. La drogadicción no se juega en la droga sino en lo que lleva a un individuo a drogarse... La legalización de las drogas comporta el riesgo de los efectos opuestos a los buscados... A través de la legalización de la droga... son las razones que conducen a consumir dicho producto las que son convalidadas" (¿Liberalización de la droga? Una reflexión pastoral del Pontificio Consejo para la familia. L’Osservatore Romano, 22 de enero de 1997).

Las raíces ético-culturales del fenómeno

Estas consideraciones nos conducen al aspecto central del problema, en el que converge de manera especial la atención de la Iglesia: ¿Por qué uno se droga? En efecto, es claro que más allá de los condicionamientos de un mercado irresponsable y a todos los ofrecimientos de una criminalidad bien organizada, es siempre el individuo, con su libertad y responsabilidad, que supera el umbral peligroso de las drogas, que a menudo terminan en un camino sin retorno. ¿Por qué lo hace? La extensión del fenómeno droga hace pensar en un malestar profundo, que toca las conciencias, pero al mismo tiempo el ethos colectivo, la cultura y las relaciones sociales. El Papa invita a mirar en esta dirección. El fondo del problema de la toxicomanía, observa, "generalmente está en un vacío existencial, debido a la ausencia de valores y a una falta de confianza en sí mismos, en los demás y en la vida en general" (Enseñanzas, XVI, 2, 1991, p. 1249). Aún más: "La droga es un vacío interior que busca evasión y desemboca en la oscuridad del espíritu incluso antes de la destrucción física" (Enseñanzas, XIII, 2, 1990, p. 1579). Existe un nexo entre la enfermedad provocada por el abuso de drogas y una patología del espíritu que lleva a la persona a huir de sí misma y a buscar satisfacciones ilusorias en la huida de la realidad, hasta anular totalmente el significado de la propia existencia.

Además, no se puede negar que la toxicomanía está estrechamente vinculada también al estado actual de una sociedad permisiva, secularizada, en la que prevalecen hedonismo, individualismo, pseudo-valores, falsos modelos. La "Familiaris consortio" la considera una consecuencia de una sociedad que corre el riesgo de ser siempre más despersonalizada y masificada, deshumana y deshumanizante (Enseñanzas, IV, 2, 1981, p. 1087). En este contexto "enfermo", que involucra a individuos y a la sociedad, los que se drogan, según las expresiones del Santo Padre, son "como personas en ‘viaje’ que buscan algo en lo cual creer para vivir, tropiezan, en cambio, en los mercantes de muerte, que los agreden con el halago de ilusorias libertades y de falsas perspectivas de felicidad" (Enseñanzas, XIV, 2, 2, 1991, p. 1250).

Casi se podría decir que este gran "viaje", que los hombres buscan en la droga, es la "perversión de la aspiración humana al infinito... la pseudomística de un mundo que no cree, pero que sin embargo no puede despojarse de la tensión del alma hacia el paraíso" (J. Ratzinger, Svolta per l’Europa, Ed. Paoline 1992, p. 15).

Una estrategia adecuada

Si este es el problema, es obvio que no es suficiente la "prohibición", aunque ciertamente es necesaria. "Este mal – ha dicho el Papa – para ser vencido requiere un nuevo empeño de responsabilidad en el ámbito de las estructuras de vida civil y, en particular, mediante la propuesta de modelos de vida alternativos" (Enseñanzas, XII, 2, 1989, p. 637). Es la estrategia de la prevención, por la cual – subraya Juan Pablo II – es necesario el concurso "de toda la sociedad: padres, escuela, ambiente social, instrumentos de la comunicación social, organismos internacionales; es necesario el compromiso para formar una sociedad nueva, al alcance del hombre; la educación para ser hombres" (Enseñanzas, VII, 1, 1984, p. 1541). Se trata de poner en acto un compromiso coral para proponer, en cada nivel de convivencia, los valores auténticos y, en particular, los valores espirituales. Pero para los que ya han caído en las espirales de la droga, son necesarios adecuados itinerarios de cura y de rehabilitación, que van mucho más allá del simple tratamiento médico, porque en muchos casos está presente todo un conjunto de problemas que requieren la ayuda de la psicoterapia ya sea del sujeto individual como del núcleo familiar en sí, junto con un adecuado apoyo espiritual, etc.

Las drogas sustitutivas, a las que a menudo se recurre, no son una terapia suficiente; antes bien son un modo velado para rendirse ante el problema. Sólo el compromiso personal del individuo, su voluntad de renacer y su capacidad de levantarse pueden asegurar el retorno a la normalidad del mundo alucinador de los narcóticos. Pero para ayudar a la persona en un camino tan fatigoso, son necesarias también ayudas sociales. La familia sigue siendo el principal punto de referencia para cada acción de prevención. Es lo que Su Santidad ha subrayado en varias ocasiones, sin dejar de expresar un vivo aprecio a las Comunidades terapéuticas, que "mirando y teniendo incansablemente fijo el objetivo en el ‘valor hombre’, aun en la variedad de sus fisonomías, han demostrado ser una fórmula buena" (Enseñanzas, VII, 2, 1984, p. 346).

Un reto para la Iglesia

En este compromiso coral existe un papel que compete de manera específica a la Iglesia: está llamada no sólo a anunciar el Evangelio, sino también como "experta en humanidad". A quienes viven el drama de la drogadicción ella da el saludable anuncio del amor de Dios, que no quiere la muerte, sino la conversión y la vida. La Iglesia, además, se coloca a su lado para emprender un itinerario de liberación que los lleve al descubrimiento o redescubrimiento de la propia dignidad de hombres y de hijos de Dios. Es sobre todo con este testimonio, vivido a través de diferentes formas de evangelización, de celebraciones litúrgicas y de vida comunitaria, que la Iglesia ofrece su servicio de prevención y de rehabilitación a los que son víctimas de la droga. Deben sentirse particularmente comprometidas las familias cristianas, las comunidades parroquiales y las instituciones educativas. Un papel especial están llamados a desarrollar los medios de comunicación social que, bajo diferentes aspectos, tienen como punto de referencia la comunidad eclesial. Especial y concreto testimonio sigue siendo el de las Comunidades terapéuticas de inspiración cristiana, cuyos métodos, aunque marcados por una légitima pluriformidad, conservan siempre las características de adhesión al Evangelio y al magisterio de la Iglesia.

El horizonte de la esperanza

Nos encontramos, pues, en este Encuentro que, bajo el patrocinio del Pontífice felizmente reinante, de algún modo quiere dar un nuevo impulso al compromiso eclesial en este ámbito, ofreciendo también elementos de reflexión y de propuesta a toda la sociedad. Bien sabemos que la complejidad del problema no autoriza a ningún optimismo ingenuo. Pero no debemos olvidar que las razones de la esperanza cristiana no se apoyan solamente en el compromiso humano, sino también y sobre todo en la ayuda de Dios.

Por tanto, con el augurio de que el Encuentro ofrezca un grande aporte a esta tan noble causa, quiero concluir mi intervención citando lo que el Papa dijo frente al propagarse de este triste fenómeno en el Discurso de conclusión de la VI Conferencia Internacional sobre Droga y Alcohol: "Realmente, en estas condiciones, podrían parecer fuertes las razones que inducen a abandonar toda esperanza. Sin embargo, conscientes de esto, vosotros y yo queremos ofrecer nuestro testimonio de que existen razones para seguir esperando y que son mucho más fuertes de aquellas contrarias". Son palabras que nos abren el corazón a la confianza y nos invitan a trabajar con renovado impulso al servicio de aquellos a los que el vórtice cenagoso de la droga corre el riesgo de englutir en sus remolinos mortales.

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EMBRIONES


Evangelium Vitae, Juan Pablo II, 1995

La valoración moral del aborto se debe aplicar también a las recientes formas de intervención sobre los embriones humanos que, aun buscando fines en sí mismos legítimos, comportan inevitablemente su destrucción. Es el caso de los experimentos con embriones, en creciente expansión en el campo de la investigación biomédica y legalmente admitida por algunos Estados. Si « son lícitas las intervenciones sobre el embrión humano siempre que respeten la vida y la integridad del embrión, que no lo expongan a riesgos desproporcionados, que tengan como fin su curación, la mejora de sus condiciones de salud o su supervivencia individual », se debe afirmar, sin embargo, que el uso de embriones o fetos humanos como objeto de experimentación constituye un delito en consideración a su dignidad de seres humanos, que tienen derecho al mismo respeto debido al niño ya nacido y a toda persona.
La misma condena moral concierne también al procedimiento que utiliza los embriones y fetos humanos todavía vivos —a veces « producidos » expresamente para este fin mediante la fecundación in vitro— sea como « material biológico » para ser utilizado, sea como abastecedores de órganos o tejidos para trasplantar en el tratamiento de algunas enfermedades. En verdad, la eliminación de criaturas humanas inocentes, aun cuando beneficie a otras, constituye un acto absolutamente inaceptable.


Una atención especial merece la valoración moral de las técnicas de diagnóstico prenatal, que permiten identificar precozmente eventuales anomalías del niño por nacer. En efecto, por la complejidad de estas técnicas, esta valoración debe hacerse muy cuidadosa y articuladamente. Estas técnicas son moralmente lícitas cuando están exentas de riesgos desproporcionados para el niño o la madre, y están orientadas a posibilitar una terapia precoz o también a favorecer una serena y consciente aceptación del niño por nacer. Pero, dado que las posibilidades de curación antes del nacimiento son hoy todavía escasas, sucede no pocas veces que estas técnicas se ponen al servicio de una mentalidad eugenésica, que acepta el aborto selectivo para impedir el nacimiento de niños afectados por varios tipos de anomalías. Semejante mentalidad es ignominiosa y totalmente reprobable, porque pretende medir el valor de una vida humana siguiendo sólo parámetros de « normalidad » y de bienestar físico, abriendo así el camino a la legitimación incluso del infanticidio y de la eutanasia.
En realidad, precisamente el valor y la serenidad con que tantos hermanos nuestros, afectados por graves formas de minusvalidez, viven su existencia cuando son aceptados y amados por nosotros, constituyen un testimonio particularmente eficaz de los auténticos valores que caracterizan la vida y que la hacen, incluso en condiciones difíciles, preciosa para sí y para los demás. La Iglesia está cercana a aquellos esposos que, con gran ansia y sufrimiento, acogen a sus hijos gravemente afectados de incapacidades, así como agradece a todas las familias que, por medio de la adopción, amparan a quienes han sido abandonados por sus padres, debido a formas de minusvalidez o enfermedades. (63)

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ESTERILIZACIÓN

Catecismo


233 En cuanto a los medios para procreación responsable, se han de rechazar como moralmente ilícitos tanto la esterilización como el aborto. (...)

Carta Encíclica Humanae Vitae, Pablo VI, 25-7-68

14. En conformidad con estos principios fundamentales de la visión humana y cristiana del matrimonio, debemos una vez más declarar que hay que excluir absolutamente, como vía lícita para la regulación de los nacimientos, la interrupción directa del proceso generador ya iniciado, y sobre todo el aborto directamente querido y procurado, aunque sea por razones terapéuticas. Hay que excluir igualmente, como el Magisterio de la Iglesia ha declarado muchas veces, la esterilización directa, perpetua o temporal, tanto del hombre como de la mujer ;queda además excluida toda acción que, o en previsión del acto conyugal, o en su realización, o en el desarrollo de sus consecuencias naturales, se proponga, como fin o como medio, hacer imposible la procreación.


Tampoco se pueden invocar como razones válidas, para justificar los actos conyugales intencionalmente infecundos, el mal menor o el hecho de que tales actos constituirían un todo con los actos fecundos anteriores o que seguirán después y que por tanto compartirían la única e idéntica bondad moral. En verdad, si es lícito alguna vez tolerar un mal moral menor a fin de evitar un mal mayor o de promover un bien más grande ,no es lícito, ni aun por razones gravísimas, hacer el mal para conseguir el bien ,es decir, hacer objeto de un acto positivo de voluntad lo que es intrínsecamente desordenado y por lo mismo indigno de la persona humana, aunque con ello se quisiese salvaguardar o promover el bien individual, familiar o social.
Es por tanto un error pensar que un acto conyugal, hecho voluntariamente infecundo, y por esto intrínsecamente deshonesto, pueda ser cohonestado por el conjunto de una vida conyugal fecunda. (14)

Fr. Domingo Basso, OP[1]

La esterilización quirúrgica anticonceptiva, eugenésica o no, ha sido taxativamente reprobada por el Magisterio en muchas oportunidades. Sólo es lícita la esterilización cuando, no existiendo otra posibilidad de terapia, haya que recurrir a ella; como la extirpación de ovarios enfermos, histerectomía oncológica, ablación de testículos y otros órganos del aparato sexual afectados por cáncer, etc. En todos estos casos la indicación es exclusivamente terapéutica, aunque se siga de ella la esterilización definitiva o temporal, no directamente buscada.
Algunos, considerando que la ablación del útero es mayúscula, han creído que la ligadura de trompas, más sencilla, podría muy bien substituirla. Pienso que lo segundo (la ligadura) es intrínsecamente ilícita; de hecho no son las tubas, precisamente, las que están enfermas si es que hubiese realmente una patología; una ligadura, en este caso, sería una operación directamente contraceptiva y, por ende, contraria a la norma moral.

[1] Nacer y morir con dignidad; Bogotá, SELARE, 1991, págs. 205/6.

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EUTANASIA

Evangelium vitae, Juan Pablo II, 25-3-1995, p. 67.


En el otro extremo de la existencia, el hombre se encuentra ante el misterio de la muerte. Hoy, debido a los progresos de la medicina y en un contexto cultural con frecuencia cerrado a la trascendencia, la experiencia de la muerte se presenta con algunas características nuevas. En efecto, cuando prevalece la tendencia a apreciar la vida sólo en la medida en que da placer y bienestar, el sufrimiento aparece como una amenaza insoportable, de la que es preciso librarse a toda costa. La muerte, considerada « absurda » cuando interrumpe por sorpresa una vida todavía abierta a un futuro rico de posibles experiencias interesantes, se convierte por el contrario en una « liberación reivindicada » cuando se considera que la existencia carece ya de sentido por estar sumergida en el dolor e inexorablemente condenada a un sufrimiento posterior más agudo.
Además, el hombre, rechazando u olvidando su relación fundamental con Dios, cree ser criterio y norma de sí mismo y piensa tener el derecho de pedir incluso a la sociedad que le garantice posibilidades y modos de decidir sobre la propia vida en plena y total autonomía. Es particularmente el hombre que vive en países desarrollados quien se comporta así: se siente también movido a ello por los continuos progresos de la medicina y por sus técnicas cada vez más avanzadas. Mediante sistemas y aparatos extremadamente sofisticados, la ciencia y la práctica médica son hoy capaces no sólo de resolver casos antes sin solución y de mitigar o eliminar el dolor, sino también de sostener y prolongar la vida incluso en situaciones de extrema debilidad, de reanimar artificialmente a personas que perdieron de modo repentino sus funciones biológicas elementales, de intervenir para disponer de órganos para trasplantes.


En semejante contexto es cada vez más fuerte la tentación de la eutanasia, esto es, adueñarse de la muerte, procurándola de modo anticipado y poniendo así fin « dulcemente » a la propia vida o a la de otros. En realidad, lo que podría parecer lógico y humano, al considerarlo en profundidad se presenta absurdo e inhumano. Estamos aquí ante uno de los síntomas más alarmantes de la « cultura de la muerte », que avanza sobre todo en las sociedades del bienestar, caracterizadas por una mentalidad eficientista que presenta el creciente número de personas ancianas y debilitadas como algo demasiado gravoso e insoportable. Muy a menudo, éstas se ven aisladas por la familia y la sociedad, organizadas casi exclusivamente sobre la base de criterios de eficiencia productiva, según los cuales una vida irremediablemente inhábil no tiene ya valor alguno.
Para un correcto juicio moral sobre la eutanasia, es necesario ante todo definirla con claridad. Por eutanasia en sentido verdadero y propio se debe entender una acción o una omisión que por su naturaleza y en la intención causa la muerte, con el fin de eliminar cualquier dolor. « La eutanasia se sitúa, pues, en el nivel de las intenciones o de los métodos usados ».
De ella debe distinguirse la decisión de renunciar al llamado « ensañamiento terapéutico », o sea, ciertas intervenciones médicas ya no adecuadas a la situación real del enfermo, por ser desproporcionadas a los resultados que se podrían esperar o, bien, por ser demasiado gravosas para él o su familia. En estas situaciones, cuando la muerte se prevé inminente e inevitable, se puede en conciencia « renunciar a unos tratamientos que procurarían únicamente una prolongación precaria y penosa de la existencia, sin interrumpir sin embargo las curas normales debidas al enfermo en casos similares ». Ciertamente existe la obligación moral de curarse y hacerse curar, pero esta obligación se debe valorar según las situaciones concretas; es decir, hay que examinar si los medios terapéuticos a disposición son objetivamente proporcionados a las perspectivas de mejoría. La renuncia a medios extraordinarios o desproporcionados no equivale al suicidio o a la eutanasia; expresa más bien la aceptación de la condición humana ante al muerte.


En la medicina moderna van teniendo auge los llamados « cuidados paliativos », destinados a hacer más soportable el sufrimiento en la fase final de la enfermedad y, al mismo tiempo, asegurar al paciente un acompañamiento humano adecuado. En este contexto aparece, entre otros, el problema de la licitud del recurso a los diversos tipos de analgésicos y sedantes para aliviar el dolor del enfermo, cuando esto comporta el riesgo de acortarle la vida. En efecto, si puede ser digno de elogio quien acepta voluntariamente sufrir renunciando a tratamientos contra el dolor para conservar la plena lucidez y participar, si es creyente, de manera consciente en la pasión del Señor, tal comportamiento « heroico » no debe considerarse obligatorio para todos. Ya Pío XII afirmó que es lícito suprimir el dolor por medio de narcóticos, a pesar de tener como consecuencia limitar la conciencia y abreviar la vida, « si no hay otros medios y si, en tales circunstancias, ello no impide el cumplimiento de otros deberes religiosos y morales ». En efecto, en este caso no se quiere ni se busca la muerte, aunque por motivos razonables se corra ese riesgo. Simplemente se pretende mitigar el dolor de manera eficaz, recurriendo a los analgésicos puestos a disposición por la medicina. Sin embargo, « no es lícito privar al moribundo de la conciencia propia sin grave motivo »: acercándose a la muerte, los hombres deben estar en condiciones de poder cumplir sus obligaciones morales y familiares y, sobre todo, deben poderse preparar con plena conciencia al encuentro definitivo con Dios.
Hechas estas distinciones, de acuerdo con el Magisterio de mis Predecesores y en comunión con los Obispos de la Iglesia católica, confirmo que la eutanasia es una grave violación de la Ley de Dios, en cuanto eliminación deliberada y moralmente inaceptable de una persona humana. Esta doctrina se fundamenta en la ley natural y en la Palabra de Dios escrita; es transmitida por la Tradición de la Iglesia y enseñada por el Magisterio ordinario y universal.
Semejante práctica conlleva, según las circunstancias, la malicia propia del suicidio o del homicidio.


La eutanasia, aunque no esté motivada por el rechazo egoísta de hacerse cargo de la existencia del que sufre, debe considerarse como una falsa piedad, más aún, como una preocupante « perversión » de la misma. En efecto, la verdadera « compasión » hace solidarios con el dolor de los demás, y no elimina a la persona cuyo sufrimiento no se puede soportar. El gesto de la eutanasia aparece aún más perverso si es realizado por quienes —como los familiares— deberían asistir con paciencia y amor a su allegado, o por cuantos —como los médicos—, por su profesión específica, deberían cuidar al enfermo incluso en las condiciones terminales más penosas.
La opción de la eutanasia es más grave cuando se configura como un homicidio que otros practican en una persona que no la pidió de ningún modo y que nunca dio su consentimiento. Se llega además al colmo del arbitrio y de la injusticia cuando algunos, médicos o legisladores, se arrogan el poder de decidir sobre quién debe vivir o morir. Así, se presenta de nuevo la tentación del Edén: ser como Dios « conocedores del bien y del mal » (Gn 3, 5). Sin embargo, sólo Dios tiene el poder sobre el morir y el vivir: « Yo doy la muerte y doy la vida » (Dt 32, 39; cf. 2 R 5, 7; 1 S 2, 6). El ejerce su poder siempre y sólo según su designio de sabiduría y de amor. Cuando el hombre usurpa este poder, dominado por una lógica de necedad y de egoísmo, lo usa fatalmente para la injusticia y la muerte. De este modo, la vida del más débil queda en manos del más fuerte; se pierde el sentido de la justicia en la sociedad y se mina en su misma raíz la confianza recíproca, fundamento de toda relación auténtica entre las personas. (64)

Bien diverso es, en cambio, el camino del amor y de la verdadera piedad, al que nos obliga nuestra común condición humana y que la fe en Cristo Redentor, muerto y resucitado, ilumina con nuevo sentido. El deseo que brota del corazón del hombre ante el supremo encuentro con el sufrimiento y la muerte, especialmente cuando siente la tentación de caer en la desesperación y casi de abatirse en ella, es sobre todo aspiración de compañía, de solidaridad y de apoyo en la prueba. Es petición de ayuda para seguir esperando, cuando todas las esperanzas humanas se desvanecen. Como recuerda el Concilio Vaticano II, « ante la muerte, el enigma de la condición humana alcanza su culmen » para el hombre; y sin embargo « juzga certeramente por instinto de su corazón cuando aborrece y rechaza la ruina total y la desaparición definitiva de su persona. La semilla de eternidad que lleva en sí, al ser irreductible a la sola materia, se rebela contra la muerte ».
Esta repugnancia natural a la muerte es iluminada por la fe cristiana y este germen de esperanza en la inmortalidad alcanza su realización por la misma fe, que promete y ofrece la participación en la victoria de Cristo Resucitado: es la victoria de Aquél que, mediante su muerte redentora, ha liberado al hombre de la muerte, « salario del pecado » (Rm 6, 23), y le ha dado el Espíritu, prenda de resurrección y de vida (cf. Rm 8, 11). La certeza de la inmortalidad futura y la esperanza en la resurrección prometida proyectan una nueva luz sobre el misterio del sufrimiento y de la muerte, e infunden en el creyente una fuerza extraordinaria para abandonarse al plan de Dios.
El apóstol Pablo expresó esta novedad como una pertenencia total al Señor que abarca cualquier condición humana: « Ninguno de nosotros vive para sí mismo; como tampoco muere nadie para sí mismo. Si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, para el Señor morimos. Así que, ya vivamos ya muramos, del Señor somos » (Rm 14, 7-8). Morir para el Señor significa vivir la propia muerte como acto supremo de obediencia al Padre (cf. Flp 2, 8), aceptando encontrarla en la « hora » querida y escogida por El (cf. Jn 13, 1), que es el único que puede decir cuándo el camino terreno se ha concluido. Vivir para el Señor significa también reconocer que el sufrimiento, aun siendo en sí mismo un mal y una prueba, puede siempre llegar a ser fuente de bien. Llega a serlo si se vive con amor y por amor, participando, por don gratuito de Dios y por libre decisión personal, en el sufrimiento mismo de Cristo crucificado. De este modo, quien vive su sufrimiento en el Señor se configura más plenamente a El (cf. Flp 3, 10; 1 P 2, 21) y se asocia más íntimamente a su obra redentora en favor de la Iglesia y de la humanidad. Esta es la experiencia del Apóstol, que toda persona que sufre está también llamada a revivir: « Me alegro por los padecimientos que soporto por vosotros, y completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia » (Col 1, 24).

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MANIPULACIÓN DE ÓRGANOS



Valor de la vida. Cultura de la muerte.[1]

¿Qué dice la doctrina cristiana sobre la donación de órganos?
Que es un acto de entrega y caridad. Pero que debe guardar las normas morales; lo que implica que no pueden extraerse órganos de personas vivas si existe grave riesgo para la vida, salud o funciones orgánicas de éstas. En este sentido, es esencial que se verifique la muerte real de la persona antes de producir la ablación de sus órganos vitales. Recordemos que ante la duda, se debe presumir que existe una persona y por ello se la debe respetar al máximo. Además, siendo la persona una unidad sustancial de carne y espíritu, sus órganos no son algo suyo extrínseco (como su ropa), sino, bajo cierto aspecto, ella misma; por ello no se puede realizar la ablación sin su consentimiento (Vgr. no puede extraerse el riñón de una persona, por más que otro lo necesite, si ella no consiente la donación; ni pueden extraerse de menores o de personas con graves deficiencias mentales). (pág. 210)

La clonación es un procedimiento técnico mediante el cual se obtiene un nuevo individuo a partir de una célula extraída de otro individuo ya existente; con lo que ambos tendrán idéntica carga genética.
Para hacer una valoración ética de la clonación, habría que distinguir si se trata de clonación de seres humanos, clonación en seres humanos, o clonación de animales y vegetales. Esto último (clonación de animales y vegetales) se hace desde hace bastante tiempo (de hecho, cuando se extrae un gajo de un arbusto y se lo planta para que de lugar a otro nuevo, se está practicando una forma de clonación vegetal). Estas clonaciones no son, en principio, objetables, si están al servicio de las necesidades del hombre. Deben sí ser practicadas con precaución porque la diversidad biológica es un bien a preservar, y porque aún no se sabe a ciencia cierta las consecuencias que pueden traer estas manipulaciones genéticas.
Pero no es lo mismo si se trata de clonar seres humanos. El hombre posee una dignidad superior al resto de los seres y debe ser respetada. No se puede manipular a la persona. Además, la procreación debe desarrollarse a través del acto de amor de los esposos: la clonación prescinde no sólo de la relación sexual sino incluso de la participación de dos padres. ¡El niño clonado nacerá sin padre o sin madre!
Cosa distinta es la clonación en seres humanos; es decir, la producción no de personas sino de tejidos orgánicos, que después pueden tener usos terapéuticos o para transplantes en seres humanos. En principio, no hay objeciones éticas a los mismos, pues la parte (un órgano, un tejido) puede ser sacrificada en beneficio del todo (la persona). Si se trata de una clonación para transplante en otra persona, deben respetarse las exigencias éticas que rigen los transplantes de órganos. (págs. 190/192)


[1] AAVV. Elementos de bioética; Centro Tomista del Litoral, 1998.

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REPRODUCCIÓN ARTIFICIAL

Evangelium vitae, Juan Pablo II, 25-3-1995

También las distintas técnicas de reproducción artificial, que parecerían puestas al servicio de la vida y que son practicadas no pocas veces con esta intención, en realidad dan pie a nuevos atentados contra la vida. Más allá del hecho de que son moralmente inaceptables desde el momento en que separan la procreación del contexto integralmente humano del acto conyugal, estas técnicas registran altos porcentajes de fracaso. Este afecta no tanto a la fecundación como al desarrollo posterior del embrión, expuesto al riesgo de muerte por lo general en brevísimo tiempo. Además, se producen con frecuencia embriones en número superior al necesario para su implantación en el seno de la mujer, y estos así llamados « embriones supernumerarios » son posteriormente suprimidos o utilizados para investigaciones que, bajo el pretexto del progreso científico o médico, reducen en realidad la vida humana a simple « material biológico » del que se puede disponer libremente. (...)
Siguiendo esta misma lógica, se ha llegado a negar los cuidados ordinarios más elementales, y hasta la alimentación, a niños nacidos con graves deficiencias o enfermedades. Además, el panorama actual resulta aún más desconcertante debido a las propuestas, hechas en varios lugares, de legitimar, en la misma línea del derecho al aborto, incluso el infanticidio, retornando así a una época de barbarie que se creía superada para siempre. (14)

Libro: “Valor de la vida. Cultura de la muerte”[1]

La Iglesia defiende el derecho de los padres a la procreación, pero postula también que el fin no justifica los medios; que no basta una intención legítima para que el acto sea bueno. No se puede recurrir a cualquier medio, para obtener una procreación o satisfacer un interés de los padres. El matrimonio tiene derecho a realizar los actos que naturalmente llevan al embarazo, los esposos tienen derecho al débito conyugal, pero no tienen derecho al hijo, como si éste fuera una cosa, o como si se pudiera utilizar cualquier medio para tenerlo.
La procreación médicamente asistida (con asistencia de un médico) puede de hecho realizarse con sustitución del acto sexual (procreación artificial) o sin sustitución del acto sexual (tratamientos tradicionales para curar la infertilidad) como origen del nuevo ser. (...)
En los casos de procreación artificial, el embarazo proviene no del acto sexual de los padres sino de la intervención del médico, por lo que son contrarios a la ley moral al disociar la reproducción del acto sexual; privando al embrión de su derecho a ser concebido dignamente en el vientre de su madre, como fruto de un acto de amor y entrega de sus padres. Es indigno del hombre ser concebido en una probeta.
Esto sin contar el grave riesgo para la vida de los embriones que implican los procedimientos de procreación extrauterina. Aunque no se congelen ni seleccionen embriones, en los mejores laboratorios del mundo la fecundación in vitro alcanza su mayor porcentaje de éxito (24 %) transfiriendo cuatro embriones al seno materno; es decir, que cada embrión tiene un 6 % de posibilidades de sobrevivir; lo que significa que cada 6 niños nacidos in vitro, mueren 94. A lo que debemos agregar los atentados a la dignidad y derechos a la vida, integridad e identidad del embrión, en los procedimientos en los que se admite el congelamiento de embriones (donde la mortandad es mayor), la donación de semen u óvulos para procrear (donde el semen o el óvulo no provienen de su padre o de su madre -respectivamente- sino de un tercero anónimo, por lo que el hijo no va a conocer nunca a uno de sus padres), la cesión de vientres (se usa el vientre de otra persona para el embarazo), el desecho y/o selección de embriones, etc.


[1] AAVV. Elementos de bioética; Santa Fe, Centro Tomista del Litoral Argentino, 1998, págs. 185
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SUICIDIO

Evangelium Vitae, Juan Pablo II

Ahora bien, el suicidio es siempre moralmente inaceptable, al igual que el homicidio. La tradición de la Iglesia siempre lo ha rechazado como decisión gravemente mala. Aunque determinados condicionamientos psicológicos, culturales y sociales puedan llevar a realizar un gesto que contradice tan radicalmente la inclinación innata de cada uno a la vida, atenuando o anulando la responsabilidad subjetiva, el suicidio, bajo el punto de vista objetivo, es un acto gravemente inmoral, porque comporta el rechazo del amor a sí mismo y la renuncia a los deberes de justicia y de caridad para con el prójimo, para con las distintas comunidades de las que se forma parte y para la sociedad en general. En su realidad más profunda, constituye un rechazo de la soberanía absoluta de Dios sobre la vida y sobre la muerte, proclamada así en la oración del antiguo sabio de Israel: « Tú tienes el poder sobre la vida y sobre la muerte, haces bajar a las puertas del Hades y de allí subir » (Sb 16, 13; cf. Tb 13, 2).
Compartir la intención suicida de otro y ayudarle a realizarla mediante el llamado « suicidio asistido » significa hacerse colaborador, y algunas veces autor en primera persona, de una injusticia que nunca tiene justificación, ni siquiera cuando es solicitada. « No es lícito —escribe con sorprendente actualidad san Agustín— matar a otro, aunque éste lo pida y lo quiera y no pueda ya vivir... para librar, con un golpe, el alma de aquellos dolores, que luchaba con las ligaduras del cuerpo y quería desasirse ». (66)

Catecismo de la Iglesia Católica

El suicidio contradice la inclinación natural del ser humano a conservar y perpetuar su vida. Es gravemente contrario al justo amor de sí mismo. Ofende también al amor al prójimo porque rompe injustamente los lazos de solidaridad con las sociedades familiar, nacional y humana con las cuales estamos obligados. El suicidio es contrario al amor del Dios vivo. (2281)
Trastornos psíquicos graves, la angustia, o el temor grave de la prueba, del sufrimiento o de la tortura, pueden disminuir la responsabilidad del suicida. (2282)
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VIOLENCIA

Juan Pablo II, 9-10-01

La guerra nace en el corazón del hombre, porque es el hombre quien mata y no su espada o, como diríamos hoy, sus misiles. Si los sistemas actuales, engendrados en el corazón del hombre, se revelan incapaces de asegurar la paz, es preciso renovar el corazón del hombre para renovar los sistemas, las instituciones y los métodos de convivencia.

Evangelium vitae, Juan Pablo II, 25-3-1995

Todo hombre abierto sinceramente a la verdad y al bien, aun entre dificultades e incertidumbres, con la luz de la razón y no sin el influjo secreto de la gracia, puede llegar a descubrir en su corazón (cf. Rm 2, 14-15) el valor sagrado de la vida humana desde su inicio hasta su término, y afirmar el derecho de cada ser humano a ver respetado totalmente este bien primario suyo. En el reconocimiento de este derecho se fundamenta la convivencia humana y la misma comunidad política. (2)

¿Cómo no pensar también en la violencia contra la vida de millones de seres humanos, especialmente niños, forzados a la miseria, a la desnutrición, y al hambre, a causa de una inicua destribución de las riquezas entre los pueblos y las clases sociales? ¿o en la violencia derivada, incluso antes que de las guerras, de un comercio escandaloso de armas, que favorece la espiral de tantos conflictos armados que ensangrientan el mundo? (10)

¿No convendría quizá revisar los mismos modelos económicos adoptados a menudo por los Estados incluso por influencias y condicionamientos de carácter internacional, que producen y favorecen situaciones de injusticia y violencia en las que se degrada y vulnera la vida humana de poblaciones enteras? (18)

Sólo Dios es Señor de la vida desde su comienzo hasta su término: nadie, en ninguna circunstancia puede atribuirse el derecho de matar de modo directo a un ser humano inocente. (53)
Por tanto, con la autoridad conferida por Cristo a Pedro y a sus Sucesores, en comunión con los Obispos de la Iglesia Católica, confirmo que la eliminación directa y voluntaria de un ser humano inocente es siempre gravemente inmoral. (57)

Desde siempre, sin embargo, ante las múltiples y a menudo dramáticas situaciones que la vida individual y social presenta, la reflexión de los creyentes ha tratado de conocer de forma más completa y profunda lo que prohíbe y prescribe el mandamiento de Dios. En efecto, hay situaciones en las que aparecen como una verdadera paradoja los valores propuestos por la Ley de Dios. Es el caso, por ejemplo, de la legítima defensa, en que el derecho a proteger la propia vida y el deber de no dañar la del otro resultan, en concreto, difícilmente conciliables. Sin duda alguna, el valor intrínseco de la vida y el deber de amarse a sí mismo no menos que a los demás son la base de un verdadero derecho a la propia defensa. El mismo precepto exigente del amor al prójimo, formulado en el Antiguo Testamento y confirmado por Jesús, supone el amor por uno mismo como uno de los términos de la comparación: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Mc 12,31). Por tanto, nadie podría renunciar al derecho a defenderse por amar poco la vida o a sí mismo, sino sólo movido por un amor heróico, que profundiza y transforma el amor por uno mismo, según el espíritu de las bienaventuranzas evangélicas (cf. Mt 5, 38-48) en la radicalidad oblativa cuyo ejemplo sublime es el mismo Señor Jesús.
Por otra parte, la legítima defensa puede ser no solamente un derecho, sino un deber grave, para el que es responsable de la vida de otro, del bien común de la familia o de la sociedad. Por desgracia sucede que la necesidad de evitar que el agresor cause daño conlleva a veces su eliminación. En esta hipótesis el resultado mortal se ha de atribuir al mismo agresor que se ha expuesto con su acción, incluso en el caso que no fuese moralmente responsable por falta del uso de razón. (55)

La autoridad pública debe reparar la violación de los derechos personales y sociales mediante al reo de una adecuada expiación del crimen, como condición para ser readmitido al ejercicio de la propia libertad.
De todos modos, permanece válido el principio indicado por el nuevo Catecismo de la Iglesia Católica, según el cual si los medios incruentos bastan para defender las vidas humanas contra el agresor y para proteger de él el orden público y la seguridad de las personas, en tal caso la autoridad se limitará a emplear sólo esos medios, porque ellos corresponden mejor a las condiciones concretas del bien común y son más conformes con la dignidad de la persona humana. (56)

Catecismo de la Iglesia Católica

La cólera es un deseo de venganza. Desear la venganza para el mal de aquel a quien es preciso castigar es ilícito, pero es loable imponer una reparación para la corrección de los vicios y el mantenimiento de la justicia (Sto. Tomás de Aquino). (2302)
El respeto y el desarrollo de la vida humana exigen la paz. La paz no es sólo ausencia de guerra y no se limita a asegurar el equilibrio de fuerzas adversas. La paz no puede alcanzarse en la tierra, sin la salvaguardia de los bienes de las personas, la libre comunicación entre los seres humanos, el respeto de la dignidad de las personas y de los pueblos, la práctica asidua de la fraternidad. Es la tranquilidad del orden (S. Agustín). Es obra de la justicia y efecto de la caridad. (2304)

Todo ciudadano y todo gobernante están obligados a empeñarse en evitar las guerras.
Sin embargo, mientras exista el riesgo de guerra y falte una autoridad internacional competente y provista de la fuerza correspondiente, una vez agotados todos los medios de acuerdo pacífico, no se podrá negar a los gobiernos el derecho a la legítima defensa (GS 79,4). (2308)

Documento de Puebla

La tortura física y sicológica, los secuestros, la persecución de disidentes políticos o de sospechosos y la exclusión de la vida pública por causa de las ideas, son siempre condenables. Si dichos crímenes son realizados por la autoridad encargada de tutelar el bien común, envilecen a quienes los practican, independientemente de las razones aducidas (531).
Con igual decisión la iglesia rechaza la violencia terrorista y guerrillera, cruel e incontrolable cuando se desata. De ningún modo se justifica el crimen como camino de liberación. La violencia engendra inexorablemente nuevas formas de opresión y esclavitud, de ordinario más graves que aquellas de las que se pretende liberar. Pero, sobre todo, es un atentado contra la vida que sólo depende del Creador. Debemos recalcar también que cuando una ideología apela a la violencia, reconoce con ello su propia insuficiencia y debilidad (532).

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