Por: Claudia Peiró
¿Quién sabía qué sobre las técnicas de interrogatorio «fuertes» usadas por la CIA después del 11 de setiembre de 2001? Es la pregunta que desvela a Washington en estos días.
La investigación abierta por el Senado estadounidense sobre el tema ya reveló que, en julio de 2002, la ex secretaria de Estado Condoleezza Rice fue la primera alta funcionaria de la administración Bush en dar luz verde a esas prácticas.
Pero Rice no es la única mujer salpicada por este escándalo. Los republicanos, que primero criticaron la «caza de brujas», ahora piden la desclasificación de más documentos a fin de demostrar que muchos demócratas estaban al tanto del uso de estas técnicas desde el año 2002 y no las objetaron.
El blanco principal de la contraofensiva republicana es ni más ni menos que Nancy Pelosi, la demócrata que preside la Cámara de Representantes. En setiembre del año 2002 integraba el Comité de Inteligencia del Congreso ante el cual comparecieron responsables de la CIA para informar del desarrollo de la guerra contra el terrorismo internacional.
El actual titular de la bancada republicana en la Cámara, John Boehner, sostuvo que Pelosi «y otros dirigentes fueron plenamente informados acerca de estas técnicas de interrogatorio. No hay nada (en esos memos) que deba sorprenderla».
Ella se defendió diciendo que sólo se les dijo que la CIA disponía de justificativos legales para recurrir a esos métodos, pero no que ya los estaban empleando. «No se nos informó de que el simulacro de asfixia (estaba) siendo utilizado». El republicano Porter Goss, entonces presidente del citado comité, dijo estar «boquiabierto» tras leer que algunos «alegaban no haber entendido que (esas técnicas) estaban siendo efectivamente utilizadas». En una columna en el Washington Post, Goss escribió: «No recuerdo ni una sola objeción por parte de mis colegas».
El problema es que Nancy Pelosi fue una de las primeras en pedir una Comisión de la Verdad, celo que se convirtió en un bumerán al saberse que desde hace más de seis años estaba al tanto de los hechos que hoy quiere investigar. Los republicanos la acusan de hipocresía y amnesia.
Ahora bien, difícilmente la revelación de estos aspectos tenebrosos de la estrategia del Gobierno anterior para enfrentar al terrorismo internacional deje inmune al sistema político norteamericano. Aquellas licencias en materia de respeto a los derechos humanos fueron tomadas en una etapa de fuerte consenso nacional. Mientras las Naciones Unidas, la Vieja Europa y el Vaticano se esforzaban por evitar la ofensiva unilateral estadounidense contra Irak, George W. Bush gozaba de un respaldo casi sin fisuras en su frente interno. En los primeros días de octubre de 2002, la Cámara de Representantes y el Senado (controlado por los demócratas) le otorgaban plenos poderes para decidir el uso de la fuerza armada contra el régimen de Saddam Hussein. Y mientras Bush espantaba al mundo con su doctrina de guerra preventiva, el 69% de los estadounidenses apoyaba la opción militar.
Hoy, 62% de la población dice estar a favor de algún tipo de investigación sobre las torturas. Pero la idea de enjuiciar a la precedente administración bien puede acarrear daños colaterales. Ari Fleischer, ex jefe de prensa de Bush, advirtió que «el escándalo crearía extraordinarias divisiones y devastaría a Washington por varios años».
Pelosi, por ejemplo, que como presidenta de la Cámara tiene la tarea de hacer avanzar proyectos clave para la administración de Obama, como el presupuesto y la reforma de salud, se vio en estos días obligada a justificar su conducta.
La polémica, que crece al ritmo de nuevas revelaciones y de las vacilaciones del Gobierno acerca de cómo enfrentarla, puede echar por tierra el llamado del propio presidente a «mirar hacia adelante y no al pasado».
Ámbito Financiero, 4-5-09
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